"Ni siento odio ni quiero vengarme"
Dita Kraus
Todo empezó con Antonio Iturbe, periodista cultural de dilatado recorrido y mayor curiosidad, que halló en las páginas de La biblioteca de la noche,
un libro de Alberto Manguel, una breve referencia a una insólita,
excepcional y minúscula biblioteca (compuesta sólo por ocho libros) que
los judíos del campo de concentración de Auschwitz ocultaban de los
nazis y sentían como el tesoro más preciado, a veces quizás más que sus
propias vidas. De aquella referencia, Iturbe construyó un poderoso y
emotivo libro, La bibliotecaria de Auschwitz, que acaba de
editar Planeta y en donde se recrea esta historia verídica. A raíz de
ese descubrimiento, el autor fue indagando durante casi un lustro hasta
averiguar y descubrir una serie de pormenores: en el periodo comprendido
por los años 1944 y 1945, en el campo nazi de concentración y
exterminio de Auschwitz existió un bloque, el número 31, llamado en la
terminología del lugar un Kinderlager, en donde se apiñaban 521
niños que fueron escolarizados, educados y formados clandestinamente. Y
en ese precario y casi increíble proceso educativo, desempeñaba un
papel destacado aquella brevísima biblioteca portátil.
La
apasionante experiencia pedagógica en el más amplio sentido del término
tenía una columna vertebral en la persona de Freddy Hirsch (1916-1944),
un maestro e instructor judeoalemán, que galvanizó y concibió aquel foco
de dignidad y resistencia en medio de la barbarie. El carismático líder
mantuvo a raya a los oficiales SS, y acabó muriendo en confusas
circunstancias cuando iba a encabezar una revuelta de internos. Y otra
protagonista, en este caso una adolescente checoslovaca llamada Dita
Kraus (en el libro, Dita Adlerova), que se encargó de preservar, cuidar y
proteger aquellos ocho libros entre los que se encontraban, según
Antonio Iturbe, la Historia del mundo, de H.G. Wells; una Gramática rusa; los Nuevos caminos de la terapia psicoanalítica, de Freud, una novela rusa sin cubierta y otros dos libros que Dita Kraus ya no recuerda y que Iturbe ha encarnado en Las aventuras del buen soldado Svejk, de Jaroslav Hasek, y El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas. La historia de La bibliotecaria de Auschwitz,
grosso modo, narra aquella vida en el infausto campo de concentración,
su posterior paso por el de Bergen-Belsen y la liberación por parte de
las tropas aliadas, con Dita superviviente y protagonista de una
narración de sustrato histórico y ejemplar aliento moral. Un espíritu
que sintetiza Iturbe recreando el primer encuentro en el campo de la
muerte entre Edita Adlerova/Kraus y Hirsch: “Los valientes no son los
que no tiene miedo. Esos son los temerarios, los que ignoran el riesgo y
se ponen en peligro sin ser conscientes de las consecuencias. (…) A
quien necesito es a los que tiemblan pero no ceden, los que son
conscientes de lo que arriesgan y aun así siguen adelante”.
La labor detectivesca realizada por Iturbe para saber más de aquel Kinderlager, acabó descubriendo que existía un libro ya editado y titulado The Painted Wall
(La pared pintada), que versaba sobre el mismo asunto, y escrito por un
tal Otto B. Krauss. La persona que se dedicaba a comercializar el libro
se llamaba Dita… al igual que la bibliotecaria del bloque 31. A la
incertidumbre, le siguió la emoción, luego la sorpresa y finalmente la
alegría. Otto Kraus había sido uno de los instructores judíos que
entretenía e instruía a los niños en aquella escuela volátil y, tras la
liberación del campo, se acabaría casando con Dita, que se quedó con el
apellido de él. Intentaron vivir en la Checoslovaquia nativa de ambos,
pero al cabo de pocos años, el régimen comunista les empujó de alguna
manera a buscar asentamiento definitivo en Israel. El libro de su marido
–ya fallecido– se publicó hace unos años, pero apenas sin repercusión, y
en ello está su viuda Dita, quien, octogenaria y con algún achaque,
mantiene una energía ejemplar y durante un mes al año abandona su país
de acogida para regresar temporalmente a su Praga natal.
Hay
un tema que siempre aparece en la literatura basada en testimonios
personales sobre las experiencias durante el Holocausto, en los campos
de concentración. Y es que el mal es uno de los grandes protagonistas y,
de tan presente, se convierte en algo cotidiano, normal, asumido. ¿Está
de acuerdo?
Si yo fuese a escritora o filósofa podría
calificar al mal del Holocausto como protagonista de esta historia. Pero
como soy una simple ciudadana del libro de Antonio Iturbe, el mal es el
mal y me siento incapaz de entender cómo una persona puede desear
perjudicar a otra persona.
En este mismo sentido, y aunque
usted quizás no fuese consciente, ¿cómo se evita caer en ese
embrutecimiento, en esa banalización del mal?
La naturaleza
tiene una manera de proteger a algunas personas y evitar que se
embrutezcan ante un horror terrible, abrumador. En mi caso, me sentí
como si mis emociones estuviesen recubiertas de hielo, de tal forma que
el dolor permaneciese como adormecido, desafilado. Tuvieron que pasar
los años hasta que los sentimientos se descongelasen, pero no acabo de
estar del todo segura de que hayan regresado al estadio previo a todo
aquello, al nivel anterior al horror.
El ansia de seguir viviendo, día a día, que usted
protagonizó a lo largo de esos años ¿de dónde salía? ¿No hay flaqueza,
querer rendirse? ¿Cómo se evita el fatalismo?
Alguien tan
joven no renuncia a la vida. Excepto en un breve intervalo de tiempo,
cuando, recién llegadas a Auschwitz, mi madre y yo decidimos que morir
sería lo mejor, yo siempre creí y pensé en sobrevivir durante todo el
tiempo pasado en los campos.
Su experiencia es
extremadamente ejemplar, en primer lugar porque la ha podido contar.
Pero ¿llegó un momento en que, viendo tanta muerte, tantos seres
queridos fallecidos, que usted llegase a sentirse culpable por el simple
hecho de seguir viviendo y otras personas no?
Nunca me
sentí culpable por seguir viviendo, por permanecer viva, mientras que
otros morían. Fue por simple casualidad y suerte que continuase
viviendo, y por eso sé que no hice nada conscientemente para que esa
realidad fuese así.
Uno de los protagonistas de su
experiencia en Auschwitz fue Freddy Hirsch, que fue el que, entre otras
cosas, concibió la insólita biblioteca portátil durante aquellos tiempos
de reclusión y terror. ¿Qué lección saca de seres humanos como él? ¿Qué
aprendió usted?
De todas las personas que estaban en el
Kinderblock de Auschwitz, mis mayores respetos están dirigidos a
aquellos jóvenes hombres y mujeres, incluyendo a Freddy, que hicieron
desaparecer y superaron sus propios miedos a una muerte cierta en las
cámaras de gas en aquel mes de junio, dedicando sus últimos días a los
niños. Sus objetivos eran que las cortas vidas de los niños se viesen
libres de preocupaciones todo lo que fuera posible en aquellas horribles
circunstancias. El ejemplo de estos jóvenes fue la última muestra de
heroísmo. Y lo raro es, como mi marido, Otto B. Kraus, que fue uno de
ellos, escribió en su libro The Painted Wall, que el porcentaje de supervivientes entre los miembros responsables del Kinderblock al
final de la guerra fue inexplicablemente superior al del resto de los
internos, a pesar de que ellos no fuesen ni más fuertes físicamente ni
recibieran más comida que los otros.
Usted era muy joven,
pero ¿le dio un motivo especial de fortaleza el hecho de pertenecer a
una comunidad como la judía, resistente siempre ante las adversidades?
¿Era creyente consciente de su fe? Si así es, ¿le ayudó su fe?
No
éramos una familia religiosa. Nunca tuve fe en Dios, nunca recé, y
nunca tuve ni he tenido hasta hoy mismo la ayuda de poder apoyarme en
Dios.
En Auschwitz, en esa supervivencia diaria, ¿había
sitio y tiempo para los sentimientos más personales, el enamoramiento,
la ilusión de formar una vida en pareja, una familia?
Por
supuesto. En los campos todos soñábamos y hablábamos de volver a casa y
continuar con nuestra vida normal una vez se hubiese acabado la guerra.
Pero la cruda situación de estar esperando la próxima ración de sopa
pronto nos devolvía a nuestra realidad.
Leyendo sus
experiencias vividas y protagonizadas habría que decir que usted fue muy
valiente, incluso audaz. Visto desde la distancia, ¿se hubiese
comportado de la misma manera? ¿Hubiese hecho algo más extremo?
Yo
no me considero una valiente. Por favor, no olvide que no he leído el
libro de Iturbe, porque desconozco el castellano, y sospecho que él me
hace aparecer más valiente y más hábil y capacitada de lo que soy en la
vida real. Me pregunta si llegada la ocasión o la coyuntura me hubiese
comportado de una manera más extrema, más radical, y le tengo que
contestar que no, que nunca. No va con mi carácter.
¿Su
comportamiento como bibliotecaria hubiera sido imposible sin la
educación recibida de niña: responsabilidad, lealtad, el trabajo bien
hecho, o fue más bien una cosa espontánea?
La educación que
recibí no fue en ningún aspecto excepcional y en consecuencia no me
había preparado para ser más responsable o leal que otros chicos de mi
generación. La educación, tal como se entiende formalmente, acabó para
mí en 5.º grado, cuando a los niños judíos se nos prohibió ir al
colegio.
De su estancia en Auschwitz y Bergen-Belsen, ¿se sale
con deseos de venganza, de tomarse la justicia por su mano. O, al
contrario, con mayor comprensión y con ganas de que algo así nunca
vuelva a pasar?
Ni siento odio ni tengo un deseo de revancha
o de venganza. He conseguido disociarme de todo lo alemán, he procurado
no comprar ningún producto alemán (sin éxito) y no ir nunca de
vacaciones a Alemania y Austria.
En los meses anteriores a
su llegada a Auschwitz, su vida y la de su familia fue cambiando de
modo radical por el hecho de ser judíos. ¿Lo vivía como una cosa
transitoria, sabía por qué se producían aquellos cambios en su mundo?
¿qué le decían sus padres? Perdone la pregunta, pero, si llega un
momento en que usted es consciente de que todo eso le está pasando por
ser judía, ¿no pensó: ‘Ojalá no fuese judía y así me habría evitado todo
esto’?
Sí, ser judía es una carga. El antisemitismo ha
acompañado al pueblo judío desde los comienzos del cristianismo. En
muchas ocasiones, en mi juventud, deseé no ser una judía. Lo sentía, y
lo sigo sintiendo aún hoy, como algo muy injusto.
Tras el
fin del Holocausto y su vida rehecha en Checoslovaquia, casada y con
proyectos ilusionantes, las dificultades volvieron. ¿Había antisemitismo
en las autoridades comunistas que gobernaron Checoslovaquia en aquellos
años?
Cuando abandonamos Checoslovaquia en 1949, el
antisemitismo aún no se sentía con fuerza en el nuevo régimen comunista.
En aquella época los comunistas todavía apoyaban a Israel, enviaban
armas y entrenaban a nuestros pilotos, debido a que ellos pensaban que
Israel podía convertirse en un satélite soviético como ellos mismos lo
eran.
El Israel al que usted llegó era una nación de
pioneros, con ideas políticas y sociales muy marcadas por el éxodo y los
países de origen. Ha vivido la evolución de su país y la de su entorno,
democracia, fanatismo, racismo, islamismo radical. ¿Tiene alguna
solución para acercar posturas tan enfrentadas? ¿Es pesimista?
¿Si soy pesimista? Sí. No puedo imaginarme una solución del conflicto árabe-israelí. ¿Puede alguien preverla?
Usted
sigue pasando cortas temporadas en Praga. Ahora, la República Checa es
un país integrado en la Unión Europea… ha visto su país bajo tres
regímenes radicalmente distintos, ¿con qué se queda?
Mis
sentimientos hacia la República Checa ahora mismo son una mezcla. Como
para la mayoría de las personas que abandonaron su país por una u otra
razón, yo me siento totalmente en mi casa tanto cuando estoy en mi
antigua como en mi nueva casa. Soy una trasplantada sin raíces.
¿Tenía
o tiene sueños sobre aquellas traumáticas experiencias? y, una última
pregunta, ¿está cansada después de todo lo que ha visto y, sobre todo,
vivido?
Usted me pregunta si estoy cansada. No, todavía
tengo proyectos y planes que quiero llevar a cabo, especialmente
haciendo todo lo posible para dar a conocer los libros de mi marido,
Otto, que aún no han alcanzado el reconocimiento que se merecen.